
Falta menos de un mes para mi cumpleaños y mi cuerpo lo sabe.
Cada vez que se acerca la fecha, una grieta de fastidio comienza a resquebrajar mi buen humor. Y no es un fastidio provocado por un dilema existencial. No me produce tristeza cumplir años. Sé que hay personas que se angustian porque les cuesta asimilar el paso del tiempo. Que se debaten entre el festejo por un año más o la angustia por un año menos. Pero a mí lo que me genera estrés, al estar tan cerca de cumplir treinta y ocho veranos, es saber que voy a tener que aguantarme el ritual del festejo.
Estoy cansado de poner cara da nabo cuando comienzan las palmitas y el que los cumplas feliz. De tener que sufrir ese momento alcahuete.
Hace poco googleé para conocer el origen de este ritual de cumpleaños.
Al parecer, la tradición es bastante ancestral y se la asocia a la magia y a la religión. Aunque la canción del Cumpleaños feliz, incorporada a este ritual insoportable, es un poco más actual. Fue compuesta en el año 1893 por las hermanas estadounidenses Mildred y Patty Smith Hill.
La costumbre de las tortas con velas encendidas viene de los griegos y servía para proteger al homenajeado de los malos espíritus. Luego seguí indagando y leí algunas advertencias sobre las velas que me llamaron la atención. Por ejemplo, si la vela hace una llama baja, significa negatividad. El color del humo tiene distintos significados, algunos muy tenebrosos. La llama parpadeante anuncia la presencia de espíritus… Dejé de buscar información cuando comencé a sentir más cagazo que curiosidad.
Este año encima estoy invitado a un casamiento un día antes de mi cumpleaños. Por lo tanto sé que voy a empezar a sufrir los rituales del festejo desde la noche previa. Porque ya me enteré que en el casamiento habrá un animador de fiesta y yo odio a esos tipos. Me producen una violencia incontenible. Seguramente es un odio un poco irracional, lo sé, pero detesto profundamente a estos tipos porque te obligan a estar contento. No se bancan que uno no se quiera divertir con ellos y para mí no hay nada más invasivo que la alegría forzada. Y lo peor es que algunos, los más perversos, intuyen tu miedo escénico. Se dan cuenta que te estás haciendo el gil, escondiéndote atrás de una columna o fingiendo dolores estomacales para no ser la siguiente presa. Pero estos tipos son como los lobos Ibéricos. Olfatean tu temor y te acechan por todo el salón hasta encontrarte y llevarte obligado al centro del escenario para comerte despacito con frases que te dejan en ridículo ante todos los invitados de la fiesta.
Un tipo como yo, medio panicoso cuando tengo que exponerme al escarnio en publico, soy una presa predilecta para algunos de estos animales de fiestas.
Entonces, no me queda otra alternativa más que soportar el mal momento
y aceptar resignado el juego que consiste en sentarme en la rodilla del animador y tomarme una mamadera de fernet caliente, como si fuese un bebé de un año, y compitiendo contra otro infeliz que intenta terminarla antes que yo. Aunque por dentro tenga ganas de introducirle al animador la mamadera por el culo, mi falta de valentía me impide hacer otra cosa más que sonreír incómodo fingiendo que estoy a gusto con el ritual.
Por supuesto que hay personas que disfrutan de estos rituales del festejo. Que esperan ansiosos el momento de las palmitas y el apagón de la vela en un cumpleaños, o que les encanta ser el centro de atención en un casamiento.
Incluso hay personas que toman la iniciativa para ser el piloto de ese tren humano pedorro que comienza su recorrida por el salón más o menos a las dos de la mañana, un rato antes del cotillón. Esta clase de personas sienten una especie de orgasmo múltiple al pilotear a esa manga de inadaptados que se suman desde atrás con sus manos apoyadas sobre la cintura del vagón de adelante, mientras en los parlantes una canción informa que “lo que quiere la chola, lo que quiere es que la bese”.
El problema es que hay otras personas a las que, como a mí, no nos gusta que nos obliguen a participar activamente de estas tradiciones.
Justamente, la semana pasada fuimos a comer con Flor a un restaurante que nos habían recomendado. Era una noche hermosa, la comida estaba muy rica, la música de fondo era agradable, los mozos eras pibes y pibas que te atendían con una sonrisa sincera. Sabíamos que toda esa buena atención sería castigada cuando llegara el momento de pagar la cuenta pero no nos importaba porque la estábamos pasando bien.
En un momento cortaron la música ambiental y pusieron la canción insufrible de las hermanas estadounidenses. Disminuyeron las luces del restaurante y una moza apareció desde la cocina con una pequeña torta y una de esas velas de cotillón. Los comensales de otras mesas se sumaron con las palmitas, al estilo niño perdido en la playa, mientras uno de los acompañantes del homenajeado salió detrás de la barra y, micrófono en mano, comenzó entonar las estrofas de la canción sospechosamente parecida a la del payaso Plin Plin con menos gracia que una babosa y ademas fuera de ritmo. Hay que tener un oído musical muy atrofiado para cantar el feliz cumpleaños a destiempo.
Yo, automáticamente, me concentré en el cumpleañero. Me di cuenta que era uno de los míos porque ni bien se percato de que las palmas, la canción y la torta eran para él, comenzó a hacerse cada vez más chiquito en su silla, adoptando una postura fetal y transpirando como si estuviera en medio del desierto del Sahara. Cuando la moza apoyó la torta en la mesa, el cumpleañero, muy nervioso y en un intento desesperado por terminar cuanto antes con ese martirio, sopló para apagar la vela. De tan incómodo que estaba con la situación, no se dio cuenta que la vela era de esas que se apagan solas una vez que terminan de arder, y se quemó la cara y el pelo con la llamarada. Algunos de los compañeros de la mesa se apiadaron e intentaron ayudar apagando el incendio de su cabeza con servilletas. Otros, riendo como si se les hubiera ocurrido la mejor broma de sus vidas, intentaron apagarlo dandole sifonazos por todo el cuerpo. No satisfechos con esto, los muchachos militantes de la estupidez, decidieron comenzar el ritual del tirón de orejas.
Sentí una gran empatía por ese hombre de unos cincuenta años, que tuvo que soportar con una sonrisa forzada, y durante el resto de lo que duró la velada, el ardor de sus orejas, el olor a pelo chamuscado y la ropa empapada de agua gasificada. En algún momento me pareció escucharlo rezar implorando para que a ninguno de los energúmenos se les ocurriera empezar a fogonear con el capotón.
Antes de irnos del restaurante fui a saludar al homenajeado. No lo conocía pero quise tener un gesto de solidaridad con otro integrante del club de los anti rituales del festejo. Me arrimé hasta la mesa y lo saludé por su cumpleaños. Mis saludos fueron afectuosos y, por supuesto, sin palmitas.
Por generaciones, el “Happy Birthday” (o Feliz cumpleaños) -una melodía que se canta a casi todos los estadounidenses durante cada año de sus vidas- recaudó millones de dólares para sus agresivos propietarios de derechos de autor.
Aunque la canción, que fue escrita originalmente para niños de jardín de infantes, puede cantarse libremente en la mesa de la cena de cualquier adulto, cada interpretación considerada como pública puede costar dinero o un dolor de cabeza legal.
En la década de 1930, Irvin Berlin debió pagar luego de emplear el “Happy Birthday to You” en un musical. En los años 1980, el titular de los derechos de autor contempló demandar al Congreso por haberle cantado “Happy Birthday” al presidente Reagan.
Luego de que los derechos de la canción fueran adquiridos por Warner Music Group, en 1988, los honorarios propuestos para las Girl Scouts generaron indignación. La organización responsable por recolectar regalías rápidamente señaló que todo se trataba de un malentendido. Cantar alrededor de una fogata siguió, entonces, siendo gratuito.
Algunas personas argumentaron que la canción no está limitada por protecciones de derechos de autor en absoluto. Ahora, nuevas pruebas en una demanda de dos años de antigüedad podría poner punto final a un control de décadas de Warner sobre la popular melodía. O no.
Los abogados de Warner argumentan que pueden demostrar que los derechos de autor siguen perteneciendo a sus clientes hasta que expiren, en 2030.
El caso, que fue discutido el pasado miércoles ante un juez federal en Los Ángeles, enfrenta a Good Morning to You Productions, con sede en Nueva York, que realiza un documental acerca de la canción, contra el brazo editorial de Warner Music Group.
La cuestión es si el copyright de 1935 de la melodía es válido, o si el autor original permitió que ésta pasara al dominio público en la década de 1920.
Durante meses, los abogados de los demandantes argumentaron que el autor original de la canción permitió que el público la interprete y no declaró ningún derecho de autoría sobre ella.
Luego, hace poco más de dos semanas, recibieron lo que consideraron un ‘arma humeante’, que prueba que el “Happy Birthday” ha sido de dominio público por décadas: en 1922, un cancionero publicó la melodía y su letra sin ningún derecho de autor.
Si los demandantes triunfan finalmente, Warner podría ser responsable por los millones de dólares en licencias que ha recolectado desde 1988.
La historia de la canción comienza en 1893, con una maestra y su hermana, y una melodía poco conocida que compartía la misma música. Patty Smith Hill y Mildred J. Hill compusieron la canción para los alumnos de jardín de infantes de Patty y la llamaron “Good Morning to All” (Buen día para todos). Su letra original decía: “Buen día para todos/buen día para todos/buen día queridos niños/buen día para todos”.
La canción evolucionó después en el popular ‘Feliz cumpleaños’, con letra de Patty Smith Hill, y se convirtió en la más cantada en el idioma inglés, según el libro Guinness de los Records Mundiales.
En la actualidad, ésta se ha asegurado un lugar no sólo en el canon del cancionero estadounidense, sino también en el tejido cultural de la nación, entrelazado en cientos de millones de celebraciones privadas y públicas dada año.
El hecho de que la canción de cumpleaños no pueda reproducirse o cantarse sin permiso fue material para trivias, pero para Warner Music Group significó mucho dinero. La compañía ha hecho cumplir los derechos de autor desde que pagó $15 millones para comprar Birch Tree Group, sucesora de Clayton F. Summy Co., que poseía los derechos originales. Las regalías del tema generan cerca de dos millones de dólares al año para Warner, según estimados.
En esta instancia, Warner puede cobrar a cualquier persona que desee cantar o interpretar “Happy Birthday to You” como parte de una empresa lucrativa. Eso ocurre a menudo con producciones teatrales, en la TV, en películas, en tonos de llamada o en tarjetas de felicitación. Pero incluso aquellos que quieran cantarla públicamente como parte de un negocio, como los dueños de restaurantes que entregan un pastel gratis, técnicamente deben pagar para usar el tema.
Los demandantes argumentaron que Patty Smith Hill permitió que el público emplee su canción ampliamente sin reivindicar derechos de autoría. Entre otras cosas, apuntaron a un artículo de 1935, de Time, donde señala que Hill “había largamente resignado el hecho de que la canción se había convertido en patrimonio común de la nación”.
También afirman que, aunque Warner posee los derechos de un arreglo de partitura específico del tema, no posee la canción en sí. Los letrados de la empresa no están de acuerdo y argumentaron en un documento judicial de ocho páginas, presentado el martes último, que Jessica Hill, quien había heredado parte de los derechos de Mildred Hill sobre la canción, había renovado el copyright de “Good Morning” en 1921 y que “Happy Birthday” pertenecía a Summy -con autorización de la familia- desde 1935. Summy renovó los derechos en 1962, décadas antes de que Warner Music comprara la empresa sucesora.
Pero los abogados de los demandantes sostienen que su evidencia más fuerte llegó a través de una copia de la edición de 1927 del cancionero, que fue incluido en un grupo de documentos dados a conocer por el equipo de defensa de Warner el 13 de julio pasado. Bajo el título de la canción había una línea demasiado borrosa y poco legible; por ello, los letrados llamaron a diferentes bibliotecas, en busca del original. Cuando lo hallaron, en letras pequeñas el libro decía: “Permiso especial por cortesía de The Clayton F. Summy Co.”.
“[Warner] dice que Summy nunca autorizó o supo sobre ninguna publicación anterior con permiso”, afirmó Randall S. Newman, abogado de Nueva York que representa a uno de los demandantes. “Esto prueba que no es cierto”.
Después de que Newman hallara el original del cancionero, de 1927, lo ordenó, y también otra versión, de 1992, a través de Amazon, por cerca de $3 dólares cada uno. La música que fue publicada antes de 1923 es considerada, generalmente, de dominio público.
Warner presentó una moción que se opone a la solicitud de los demandantes de una sentencia basada en la nueva evidencia, y el juez George H. King les ha dado una semana para responder. Un fallo final sobre el derecho de autoría podría conocerse en pocas semanas, según los abogados de los denunciantes.
Si los demandantes triunfan, el caso pasaría a una segunda fase, para determinar si Warner debe reembolsar parte de los honorarios, y cuánto sería. Newman sostuvo que los querellantes están preparados para argumentar que la compañía ocultó el cancionero a propósito. Un vocero de Warner se negó a hacer declaraciones.
Traducción: Valeria Agis
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