
El barrendero es una película de comedia mexicana de 1981 dirigida por Miguel M. Delgado y protagonizada por Cantinflas, María Sorté, Úrsula Prats, Luz María Rico y Roxana Chávez.[1][2] Esta es la última película de Cantinflas, filmada en locaciones al aire libre primordialmente en la colonia Lomas de Chapultepec de la Ciudad de México.
Argumento
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Napoleón Pérez García, mejor conocido como «Don Napo» (Cantinflas), es un humilde y honesto barrendero público que limpia la suciedad mientras baila, canta y coquetea con una de las sirvientas de la colonia Lomas de Chapultepec de la Ciudad de México (Chabelita, Lupita, Panchita, Rosita y Chepina). Un día, Napoleón se convierte en el único testigo del robo de un valioso cuadro, ya que unos rateros, al verse perseguidos por la policía esconden el retrato en un bote de basura que Napoleón deberá recoger, a excepción de un bebé abandonado que anteriormente se había encontrado en el mismo lugar.
Una serie de líos empieza para Napoleón cuando es perseguido por los bandidos que intentan averiguar a toda costa dónde se encuentra el cuadro, obligándole a decir el paradero del mismo, pero ahí no terminan las peripecias, ya que al ser asesinado el usurero, las sospechas recaen sobre el propio Napoleón y se necesitará la ayuda de todos sus compañeros junto a las sirvientas para acabar con los malhechores y así finalmente mejorar la situación y probar su inocencia a cambio de un coche recolector de basura.
Reparto
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Referencias
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- ↑
Amador & Ayala Blanco, p. 123
- ↑
Rohrer, p. 40
Bibliografía
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- Amador, María Luisa; Ayala Blanco, Jorge. Cartelera cinematográfica, 1980-1989. UNAM, 2006.
- Rohrer, Seraina. La India María: Mexploitation and the Films of María Elena Velasco. University of Texas Press, 2017.
Enlaces externos
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Los delitos de abusos sexuales a menores por parte de clérigos en distintos países del mundo se transformaron en la peor crisis de la Iglesia Católica. Dicha crisis explotó durante el pontificado de Benedicto XVI.
El fenómeno es paradójico: este hombre, siendo prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe y luego, como sumo pontífice, fue una pieza clave para encausar la solución del problema.
Sin embargo, su imagen pública -deteriorada por una avalancha de calumnias y desinformación- se transformó en todo lo contrario: para muchos, un cómplice o al menos como parte del problema.
El tiempo ha pasado, y muchos siguen prefiriendo la leyenda en lugar de la historia. Permítasenos una vez más hacer justicia con la memoria de este hombre y volver a mostrar la cara tantas veces oculta de la crisis de los abusos sexuales en el catolicismo, así como el rol decisivo de la cruzada de Ratzinger contra la pederastia.
La crisis tuvo muchos rostros y la comunicación de los casos abundó en ejemplos de información confusa.
No siempre se tuvo en cuenta el sufrimiento de las víctimas, los silencios irresponsables de algunos obispos que no denunciaron ni comunicaron a Roma, o que incluso protegieron a los delincuentes bajo la vil excusa de no “perder” un sacerdote o por un supuesto miedo al escándalo.
Muchos jerarcas de la iglesia inmersos en una cultura del silencio y el ocultamiento, resultaron ser el verdadero núcleo duro del problema.
El Papa, increíblemente, terminó enterándose por la prensa lo que los propios obispos infieles pretendían ocultar. Un caso emblemático fue el que sacó a la luz la investigación de los periodistas del Boston Globe en enero 2002.
Este agudo trabajo obligó a la Iglesia a ver un flagelo que pasaba inadvertido para muchos. Aunque también es cierto que desde los años 80, el entonces Cardenal Ratzinger había creado nuevas normas para evitar abusos, pero muchos obispos norteamericanos hicieron oídos sordos a las indicaciones que llegaban desde Roma.
Documentales televisivos e informes periodísticos confundieron más la raíz del problema, dando pie a tergiversaciones sobre documentos vaticanos. El famoso documento Crimen sollicitacionis de 1962 no mandaba a guardar silencio sobre casos de abusos, como se repitió en varios medios durante años, sino que era un procedimiento canónico sobre la solicitación sexual en el confesionario, no sobre abuso a menores.
Lo cierto es que jamás el Código de Derecho Canónico ha vetado la denuncia de abusos a menores a las autoridades civiles. Nunca la Iglesia mandó a guardar silencio en estos casos. Otra cosa fueron los vicios institucionales que intentaron tapar o minimizar los delitos para proteger a la institución, olvidando a las víctimas, cuando no acusándolas de querer hacerle daño a la Iglesia.
Nadie puede olvidar la denuncia que el propio Ratzinger realizó en Roma durante el via crucis de marzo del 2005: “¡Cuánta suciedad hay en la Iglesia, y precisamente también entre quienes en virtud del sacerdocio deberían pertenecerle (a Jesucristo) por completo!”.
Estas palabras marcaban la necesidad de una limpieza urgente, limpieza que ponía incómodos a muchos. En este sentido se deben entender también sus palabras a la muchedumbre, cuando fue elegido Papa, el 24 de abril del 2005: «Queridos amigos, en este momento sólo puedo decir: rogad por mí, para que aprenda a amar cada vez más al Señor. Rogad por mí, para que aprenda a querer cada vez más a su rebaño, rogad por mí, para que, por miedo, no huya ante los lobos”. Intuía a lo que se enfrentaría, al mismo mal presente dentro de la Iglesia.
Ratzinger y la cruzada contra los abusos
Los comunistas italianos lo llamaron “el barrendero de Dios” por la purificación que llevó a cabo en la Iglesia, con los sacerdotes abusadores y con las cuentas del Banco Vaticano (IOR), donde encargó una exhaustiva auditoría y puso en marcha su reestructuración, ordenando a su vez una investigación de todo el entorno.
Una limpieza a fondo, radical como no se había visto, sin embargo, fue invisibilizada; peor aún, le echaron la culpa al que limpia, de esconder la basura. Incluso la reciente película “Los dos Papas”, insiste con el mito rancio del Papa encubridor, además de retratar a Ratzinger de un modo alejado y hasta opuesto a la realidad.
Lo cierto es que Ratzinger, en los últimos años del Pontificado de Juan Pablo II, logró desempantanar las denuncias derivándolas a un organismo de su competencia; y comenzó la limpieza.
Los expedientes que antes se atascaban indefinidamente en la burocracia de la Congregación para el Clero, eran ahora encarados con mano firme.
Cuando fue elegido Papa, arremetió contra un personaje siniestro, un ícono del flagelo, el fundador de los Legionarios de Cristo, Marcial Maciel, contra quien no había podido hacer mucho anteriormente.
Se reunió varias veces con víctimas de abusos y pidió en todas partes que se denunciara a las autoridades correspondientes a los delincuentes. “Tolerancia cero para los abusadores en la Iglesia” fue su imperativo.
Pero la falta de comprensión de la prensa, las dificultades de comunicación de la Santa Sede y los obstáculos internos que le pusieron, le hicieron mucho más difícil la tarea, que igualmente lideró en silencio y con pocos apoyos. Tuvo que expulsar a obispos y enviar inspecciones a varias iglesias locales, venciendo resistencias de su propia Curia. Se dio el caso, incluso de un cardenal que estaba convencido que un obispo, como padre espiritual que es de sus sacerdotes, no podía entregar a un hijo a la Justicia civil. Benedicto XVI, a pesar de todos los obstáculos internos y externos, no se detuvo.
Fue el primer Papa en reunirse con las víctimas de abusos, en varias ocasiones y además exhortó con fuerza a los obispos a denunciar a la justicia civil cuando se tratase de delitos.
Peter Seewald refiriéndose a la crisis de abusos sexuales, recuerda: «hace tiempo que también se reconoce que, sin la gestión de Benedicto XVI, la que es una de las mayores crisis en la historia de la Iglesia católica habría ocasionado daños bastante mayores.
Ya como prefecto de la Congregación para la Doctrina de la Fe, Ratzinger había adoptado medidas para aclarar a fondo los casos y castigar a los culpables. Como papa, expulsó a unos cuatrocientos sacerdotes y definió la base canónica para procesar a los obispos y cardenales que se nieguen a realizar o facilitar las investigaciones pertinentes». Las normas que se aplican actualmente fueron diseñadas durante su pontificado.
Muchos pensaban que sería un Papa de transición, un mero epílogo del gran Juan Pablo II. Sin embargo, elegido con 78 años, consciente del breve tiempo con que contaba, desplegó un pontificado fuertemente marcado por la limpieza interna, la transparencia, la humildad, la búsqueda de lo esencial y la reforma de la Iglesia desde sus raíces: la autenticidad de la fe. Estaba convencido de que, por debajo de las reformas estructurales, la verdadera reforma está en la vida de fe de los creyentes, especialmente de aquellos que tienen la responsabilidad de llevar a otros la Palabra de Dios. La crisis de fe en el interior de la Iglesia era una de sus preocupaciones fundamentales.
Llegó al papado cuando la crisis de los abusos estaba a punto de estallar. La Providencia quiso que fuera elegido como sucesor de Pedro el hombre que había hecho de este asunto una cruzada prioritaria. Aunque nunca le importaron ni su imagen ni el prestigio, sino sencillamente el bien de la Iglesia, es justo que lo recordemos como el hombre que ayudó a poner en orden la casa y que no miró para el costado ante las injusticias cometidas por miembros de la Iglesia. Esa Iglesia que como Benedicto nos recordaba, debería siempre cuidar y proteger a los más débiles, antes que a sí misma.
A pesar de su timidez y sus dificultades para moverse ante los medios de comunicación, fue una de las figuras más sobresalientes de la historia reciente, por su vida espiritual, su santidad de vida, su destacada inteligencia y la riqueza de su extensa obra teológica. Su sabiduría y capacidad para explicar temas profundos y complejos, su coraje para hacer frente al mal, su fe sencilla, su profunda esperanza y su caridad sin límites, son y serán un testimonio de la luz de Cristo que brilla en medio de la oscuridad.