
El emotivismo ético es una corriente metaética que afirma que los juicios de valor no afirman nada sobre algún objeto externo (como la acción evaluada) o interno (como el estado personal de ánimo): sólo expresan ciertas emociones. Adviértase que expresar no es lo mismo que afirmar: así expresar un dolor (usualmente con un «¡ay!») es distinto que afirmar que se lo siente. Al no ser afirmaciones, los juicios de valor no son ni verdaderos ni falsos; por lo tanto carece de sentido hablar de verdades morales o de un conocimiento moral. Su función es expresar emociones o persuadir a los demás para que sientan lo mismo. Al interpretar el lenguaje moral en términos sentimentales, el emotivismo no admite criterios racionales para determinar la validez de los juicios de valor.
Durante el siglo XX el emotivismo fue de las teorías metaéticas más influyentes. Sus representantes más destacados fueron el filósofo británico Alfred Jules Ayer, principal portavoz del empirismo lógico en Inglaterra, y el filósofo estadounidense Charles Leslie Stevenson.
Desarrollo
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David Hume
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El emotivismo alcanzó prominencia a principios del siglo XX, pero nació siglos antes. En 1710, George Berkeley escribió que el lenguaje en general a menudo sirve para inspirar sentimientos y comunicar ideas.[1] Décadas más tarde, David Hume propuso ideas similares a las posteriores de Stevenson.[2] En su libro de 1751 Investigación sobre los principios de la moral, Hume consideró que la moral no está relacionada con los hechos, sino «determinada por las pasiones» y la razón debe estar subordinada a ellas:
En las deliberaciones morales debemos conocer de antemano todos los objetos y todas sus relaciones entre sí; y a partir de una comparación del conjunto, arregle nuestra elección o aprobación… Si bien ignoramos si un hombre fue agresor o no, ¿cómo podemos determinar si la persona que lo mató es criminal o inocente? Pero después de cada circunstancia, cada relación es conocida, el entendimiento no tiene más espacio para operar, ni ningún objeto sobre el cual pueda emplearse. La aprobación o la culpa que sobreviene, no puede ser obra del juicio, sino del corazón; y no es una proposición o afirmación especulativa, sino un sentimiento o sentimiento activo.[3]
G. E. Moore
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G. E. Moore publicó su Principia Ethica en 1903 y argumentó que los intentos de los naturalistas éticos de traducir términos éticos (como buenos y malos) en términos no éticos (como agradar y desagradar) cometieron la «falacia naturalista». Moore era un cognitivista, pero su caso contra el naturalismo ético condujo a otros filósofos hacia el no cognitivismo, particularmente el emotivismo.[4]
Alfred Ayer
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Alfred Ayer sostiene que los juicios de valor no afirman nada ni sobre algún objeto del mundo (como aseveran las posturas objetivistas) ni sobre el estado personal de ánimo del enunciador (como supone el subjetivismo): sólo expresan ciertas emociones. Pero expresar no es lo mismo que aseverar: decir “Robar dinero es malo” es como decir “¡¡Robar dinero!!”, con un particular tono de horror. “Malo” no agrega ninguna información: sólo manifiesta un sentimiento de desaprobación, del mismo modo que “¡Ay!” no es una afirmación acerca de un dolor que se siente, sino la expresión de ese dolor. Al no ser afirmaciones, estos juicios no son ni verdaderos ni falsos. Los conceptos éticos son pseudo-conceptos, que no agregan ningún tipo de información sobre la acción evaluada. Niega, a su vez, que se pueda argumentar sobre valores: cuando creemos hacerlo sólo argumentamos sobre los hechos que rodean a nuestras valoraciones.
Bertrand Russell
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En la particular versión del emotivismo debida a Bertrand Russell (posición que más adelante matizaría en buena medida), cuando se pronuncia “X es bueno en sí mismo” lo que se dice realmente es “¡Ojalá que todos deseen X!”. Un juicio de valor, pues, expresa un deseo, que como tal no es una descripción, por lo que no le cabe verdad o falsedad. A diferencia de la posición de Ayer, sin embargo, el deseo moral manifiesta para Russell la pretensión de extender universalmente la cualidad valorada.
C. L. Stevenson
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C. L. Stevenson destaca no tanto la función expresiva de los términos morales como su carácter “magnético”, esto es, su capacidad para influir en la opinión y en el curso de la acción de las personas. Así, para Stevenson, aceptar que algo es bueno nos haría en principio tender a obrar en su favor. Por ejemplo, un juicio de valor como “La música clásica es buena” además de expresar una emoción significaría “A ti también debería gustarte la música clásica”. De modo que los juicios de valor no sólo tendrían un valor expresivo, sino que mediante ellos el enunciador pretendería ejercer una presión normativa sobre su interlocutor, persuadirlo de que realice ciertas acciones.
Stevenson admite que hay un razonamiento moral, es decir, que tendemos a respaldar nuestros juicios morales mediante razones. Sin embargo, para este filósofo la relación que guardan estas razones con los juicios que pretenden apoyar es sólo psicológica y no lógica. Lo que hace posible este apoyo es el hecho de que nuestras actitudes morales están psicológicamente emparentadas con nuestras creencias, y la alteración de las creencias conlleva en general la modificación de las actitudes del caso.
Segunda mitad siglo XX
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El emotivismo fue duramente criticado a partir de la década del ’50. Sin embargo, hubo algunos autores que formularon algunas variaciones interesantes. El destacado filósofo Georg Henrik von Wright, creador de la lógica de las normas, desarrolló una versión propia de esta teoría.
Más recientemente Allan Gibbard formuló una teoría expresivista de las normas. De acuerdo a ella un juicio moral expresa la aceptación de un sistema de normas por parte de un agente, de modo que decir que un cierto acto es moralmente incorrecto equivale a decir que es racional para la persona que lo llevó a cabo sentirse culpable del mismo y para los demás sentirse enojados con él.
Nicolás Zavadivker, a su vez, intentó recientemente ampliar el emotivismo de forma tal de incorporar parcialmente las pretensiones de validez que según las corrientes neo-racionalistas manifiestan los juicios morales, y a la vez mostrar que es posible dar cuenta de un genuino razonamiento moral en el marco de una posición emotivista, contra lo que afirmaban los primeros partidarios de esta doctrina.
Bibliografía
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- Zavadivker, Nicolás (2011). La ética y los límites de la argumentación moral. El desafío del emotivismo, San Miguel de Tucumán, Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de la Tucumán. [1]
- Ayer, Alfred (1971). Lenguaje, verdad y lógica, Eudeba, Buenos Aires.
- Russell, Bertrand (1993). «Ciencia y ética», en Ensayos filosóficos, Altaya, Barcelona.
- Zavadivker, Nicolás (2008) “Alfred Ayer y la teoría emotivista de los enunciados morales”, en revista Anuario Filosófico nº 3 de la Universidad de Navarra. [2]
- Stevenson, Charles L. (1971). Ética y lenguaje, Paidós, Buenos Aires.
- Rachels, James. (2007). Introducción a la filosofía moral México D.F. Fondo de cultura económica.
- Zavadivker, Nicolás (2008) “La teoría emotivista de los valores en Bertrand Russell”, en Revista de Filosofía y Teoría Política nº 39, del Departamento de Filosofía de la Universidad Nacional de la Plata. [3]
- Gibbard, Allan (1990). Wise Choices, Apt Feelings, Harvard University Press.
- Von Wright, Georg H. (2008). “Valorar (o cómo hablar de lo que se debe callar). Nuevas bases para el emotivismo”, en La ética en la encrucijada, Prometeo, Buenos Aires.
Referencias
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Berkeley, Treatise, paragraph 20: «The communicating of Ideas marked by Words is not the chief and only end of Language, as is commonly supposed. There are other Ends, as the raising of some Passion, the exciting to, or deterring from an Action, the putting the Mind in some particular Disposition …»
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Stevenson, Ethics, 273: «Of all traditional philosophers, Hume has most clearly asked the questions that here concern us, and has most nearly reached a conclusion that the present writer can accept.»
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Hume, Enquiry, «Appendix I. Concerning moral sentiment»
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Moore, Ethics, x: «Although this critique [of ethical naturalism] had a powerful impact, the appeal of Moore’s nonnaturalistic cognitivism was, by contrast, relatively weak. In the decades following Principia, many philosophers who were persuaded by the former ended up abandoning cognitivism altogether in favor of the position that distinctively ethical discourse is not cognitive at all, but rather an expression of attitude or emotion.»
Alumnos del colegio público La Laguna, en la isla de La Palma.
Enrique Navarro
Cuando la ministra Celaá defendió el regreso a las aulas en tiempos de pandemia, lo hizo por su “valor terapéutico y emocional”. Esta aparente declaración “típica de ministra” explica en realidad por qué la enseñanza está a un paso de despertarse una mañana como Gregorio Samsa: convertida en algo distinto de lo que fue.
Si algo tiene de especial la escuela, en tanto que institución pública dedicada (concebida, al menos) a proporcionar aquellos conocimientos que solamente en ella se pueden garantizar, es precisamente esta peculiaridad. Si uno es avispado, puede aprender en otros sitios, pero es en el colegio, en el instituto o en la universidad donde se encontrará con profesionales específicamente experimentados en esta transmisión de conocimientos antaño deseable, función primigenia de la enseñanza que lleva tiempo siendo cuestionada, con ímpetu en los primeros años de fervor logsiano, y temo que repuntando nuevamente hoy, en plena dictadura emotivista. El cambio fundamental que podemos apreciar en el debate educativo, y más desde la irrupción de los Globalteacherprize, es el énfasis en la emoción y el desdén por la razón. Alguno me llamará exagerado, me dirá que emoción y razón no son incompatibles…. Y así es, desde luego, pero es que la emoción podemos hallarla en el saber, la ciencia y la cultura, y aprendemos a apreciar lo bello por medio de la emoción que el conocimiento nos da (y no a través de atajos cursis y superficiales cuyo aliciente es escaso, precisamente por no ser necesario esforzarse para alcanzarlo). Tan cierto es que no podemos dejar a un lado la emoción en el aprendizaje como que nos equivocamos si nos preocupamos únicamente de esto y olvidamos que cuanta mayor sea nuestra solidez intelectual, en mejor disposición estaremos de disfrutar de lo que merece la pena ser disfrutado.
El delirio emotivista es tal que hablar de exigencia se asocia con la lista de los reyes godos y el antiguo dicho “la letra con sangre entra”, mientras se cae en afectaciones vacías como “enseñar desde el corazón” (¿qué opinará de esto un cardiólogo?) o “educar las emociones”, lo que terminará por convertir la enseñanza, primero en entretenimiento puro y duro y, después, en terapia. Terapia y emociones, como proclama nuestra ministra. ¿Acaso nuestros alumnos son todos disfuncionales o están todos enfermos? Porque transformar al profesor en terapeuta dejará a los menores que requieren terapia sin el profesional adecuado para ayudarles y al conjunto sin aquello que sí es imprescindible: saber.
Ya se han reducido en Canarias las horas destinadas a Matemáticas y Lengua, para encajar una materia obligatoria de educación emocional. ¿Tiene sentido que un alumno de cuarto de primaria dedique el tiempo que antes dedicaba a estas dos asignaturas a “identificar sus estados de ánimo”, responder a preguntas sobre cómo se siente” o confesar si en casa le reciben “con un abrazo”…? ¿No supone todo esto una invasión en la intimidad emocional de los alumnos, que pueden sentirse incómodos, desnudos emocionalmente, ante la indagación del adulto? ¿De verdad es más urgente elevar la autoestima de nuestros alumnos que resolver los problemas de “analfabetismo”, como parecía sugerir recientemente un profesor de Psicología? La mejor manera de educar las emociones de nuestros alumnos es no comprometerlas. Y la mejor forma de mostrar aprecio hacia los demás es respetar sus posicionamientos, aunque no se empatice con ellos (al fin y al cabo, ¿qué mérito tiene empatizar con alguien que ve las cosas igual que nosotros?).
También Galicia se suma a la tiranía de las emociones. Según un comité educativo asesor, “el interés en clase” y “el absentismo escolar” son consecuencia, pásmense, de la pandemia (hasta ahora, que un alumno no se interesara por estudiar o faltara a clase se debía a que el profesor “no lo sabía motivar” o a que el currículo estaba “obsoleto”, pero ya tenemos el factor definitivo: el COVID ha llegado para servir de Excusa Total. Bien lo sabe nuestra Ministra, con sus “no-aprobados generales”. El antídoto ante esta falta de interés nada tiene que ver, pues, con el ejercicio de la responsabilidad o la recuperación de conceptos como disciplina, atención o constancia, no, la solución es recurrir a un “Plan de Bienestar Emocional”, con objetivos como “la resiliencia” (¿pero qué resiliencia van a desarrollar nuestros alumnos si les evitamos afrontar retos?) o la ya mencionada autoestima, que como se nos dispare más no sé dónde puede terminar (bueno, sí, en un narcisismo patológico).
Volvemos a caer en la sobredimensión de los aspectos más subjetivos, arbitrarios y cuestionables de la educación, cuando lo apremiante es fundamentar nuestro sistema en lo sólido, en lo científico, en la evidencia y en la experiencia de quien cada día se bate el cobre en clase con el propósito de enseñar y formar ciudadanos. Los propios psicólogos denuncian la intrusión de pseudociencias como el “coaching” (¿les suena?) en su ámbito de trabajo, que “podría”, denunciaban, “desorientar a pacientes desinformados”. Nosotros tenemos alumnos (naturalmente) desinformados, a los que estamos desorientando también a base de ocurrencias, placebos y métodos milagrosos que ni servirán para lograr su bienestar ni ayudarán a conformar una sociedad madura, crítica y emocional e intelectualmente sana. Pero no se apuren: algunos investigadores consideran que las abejas parecen ponerse de buen humor cuando prueban algo dulce. Supongo que con esto sería suficiente para, como poco, obtener el título de ESO. Saluden a los futuros Gregorio Samsa. Pronto serán nuestros gobernantes.
Alberto Royo es profesor de Música en el IES Tierra Estella y autor de: Contra la nueva educación (2016), La sociedad gaseosa (2017) y Cuaderno de un profesor (2019), todos ellos publicados por Plataforma Editorial.
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