
Femenino o femenil[1] es un adjetivo que en español se utiliza con diferentes significados, según se utilice para definir una realidad biológica, sociológica o gramatical:
- En biología, se utiliza para denominar al sexo femenino, a la hembra humana que posee uno de los dos aparatos reproductores especializados que poseen los seres vivos con sistemas de reproducción sexual. El sexo femenino se define por la producción de un tipo de células reproductivas especializadas denominadas óvulos o gametos femeninos, que poseen la mitad de la información genética necesaria para generar un nuevo ser. La otra mitad debe ser producida por un aparato reproductor diferente, que lleva el nombre de sexo masculino, el macho humano que produce espermatozoides, o gametos masculinos. Los seres vivos sexuados se reproducen mediante la fusión de un óvulo producido por el sexo femenino y un espermatozoide producido por el sexo masculino, proceso denominado fertilización. El sexo femenino se representa con el símbolo ♀, que corresponde al símbolo de Venus.
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- En sociología, se utiliza para denominar al género femenino, asignado a las características consideradas propias de las mujeres que definen los roles, prácticas y estereotipos relacionados con la condición de mujer y pueden variar según las distintas culturas. El género femenino no está en la naturaleza biológica de las mujeres, es resultado del aprendizaje social heredado y suele asociarse a características culturales como ciertas vestimentas, modos de lucir el cabello, el maquillaje, la depilación, la forma de caminar y comportarse, los modos de hablar, y los roles sociales especialmente asignados como la comprensión, la afectividad, la emotividad, la delicadeza, la dulzura, la tolerancia, la pasividad, la sumisión, el recato, entre otras.
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- En gramática se denomina género femenino a uno de los varios géneros gramaticales (masculino, femenino, neutro, ambiguo, común y epiceno) existentes en algunos idiomas. Los sustantivos tienen flexión de número y de género, por ejemplo: la ciudad o las ciudades, la masculinidad o las masculinidades. Los participios pasados tienen flexión de número y de género cuando se refieren a personas y animales, por ejemplo, la mariposa mojada o las mariposas mojadas, las vendedoras cansadas o la vendedora cansada. Los adjetivos tienen flexión de número y de género, por ejemplo, las bellas ciudades o la ciudad bella. En el caso de nombres de seres vivos, no existe correlación necesaria entre el género gramatical y el sexo, por ejemplo, el sustantivo mariposa es de género gramatical femenino, aun cuando las mariposas puedan ser hembras o machos.
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Los géneros no necesariamente se corresponden entre los distintos idiomas: por ejemplo, mientras que «primavera» en español tiene género femenino, printemps, su equivalente en francés, tiene género masculino.
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Referencias
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Véase también
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Enlaces externos
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La pasada semana, varias celebridades norteamericanas se fotografiaron con trajes rosas para pedir el foto femenino. “Me encantan estos trajes, y me encantan las mujeres poderosas que los llevan”, escribía poco después Hillary Clinton en su Instagram. Las prendas en cuestión son fruto de la colaboración de la firma de moda Argent y la organización feminista Supermajority. Los beneficios de su venta van destinados a promover la igualdad racial y de género en distintos ámbitos sociales. “Para todos aquellos que piensan que nuestra ambición es mala: afróntenlo. Las mujeres somos la fuerza más poderosa de Norteamérica. Somos mayoría”, escriben desde la marca acerca de esta colaboración. “Pónganse el traje durante los debates, para hacer llamadas pidiendo el voto, cuando vayan a votar. En la noche electoral”.
Curiosamente, la primera comparecencia pública de Hillary Clinton como Primera Dama, allá por 1994, fue bautizada por los medios como ‘Pink Press Conference’. Clinton compareció luciendo un traje rosa pastel que, como suele ser tristemente habitual, fue motivo de críticas entre la prensa. “Se le acusa de querer dulcificar su imagen, pero si hubiera llevado otro color, se la acusaría de otra cosa. El problema es que las mujeres no tenemos un uniforme público con el que pasar desapercibidas en términos estéticos”, escribió al respecto la columnista del Wahington Post, Robin Givhan. 25 años más tarde, la periodista Savannah Guthrie acaba de poner contra las cuerdas a Donald Trump en prime time; llevaba un traje rosa. Twitter se deshizo en alabanzas. “¡Un traje rosa! Bien jugado”, comentaban algunas de las usuarias de la red social. ¿Qué ha cambiado? ¿Por qué algo tan aparentemente banal como el color rosa es motivo de crítica o de aplauso?
Un pasado controvertido
“El rosa provoca sentimientos encontrados. Siempre hay una reacción social ante él”, escribe la directora del museo del FIT de Nueva York, Valerie Steele, en su libro«Pink: The History of a Punk, Pretty, Powerful Color» . El título ya ilustra la extraña genealogía de un color que es al mismo tiempo punk, bonito y poderoso.
Porque, no, el rosa no ha sido siempre el color de la ‘feminidad’. Se puso de moda en la corte europea a mediados del siglo XVIII. En aquel momento el rojo era sinónimo de lujo y privilegio (de hecho, estaba prohibido para las clases no aristocráticas), y el rosa era considerado una variante del rojo. Lo llevaban más hombres que mujeres, como los tacones, que eran una herramienta de poder para varones influyentes y su altura dependía de la posición en la Corte de quien los llevara.
Hay distintas teorías acerca de cómo y por qué el rosa fue progresivamente asociándose a los atributos de fragilidad, sensibilidad y frivolidad que la cultura patriarcal ha atribuido a las mujeres. Según Steele, fue tras la Revolución Francesa, cuando el auge de la burguesía impuso un código austero entre los varones (el traje clásico de siempre, sin apenas modificaciones) el momento en el que rosa empezó a ser cosa de mujeres. Ellas cargaban con el peso de la estética, y escenificaban el lujo y el ocio privilegiado mientras sus maridos aparentaban, con aburridos trajes, ser hijos de la cultura de la abnegación y el esfuerzo. Poco a poco, cuenta Steele, el concepto tradicional de feminidad fue tiñéndose de rosa: las prendas más valiosas, los accesorios superfluos y hasta la ropa interior, “por ser un color que evoca la piel desnuda”.
Sin embargo, hubo un momento determinante en la asociación mental rosa-mujer: la II Guerra Mundial. Tras la contienda, la propaganda gubernamental y la publicidad se tiñeron de ese color pastel para significar el nuevo rol de la mujer como cuidadora y ‘ángel del hogar’. El estereotipo de la stepford wife, o perfecta esposa, llevaba vestidos de ese color y, por primera vez en la historia, separaba el género de sus hijos por colores: ellos de azul y ellas de rosa. Antes, la vestimenta infantil no distinguía de tonalidades. Es más, tanto niños como niñas eran más proclives a vestir de rosa por sus connotaciones de ternura e inmadurez. Así que ahora, al color, que ya era absolutamente femenino, se le añadía otra connotación: la ‘infantilidad’. “Confinada en su hogar, la mujer es una niña más entre sus hijos; pasiva, sin ningún control sobre su vida. No puede crecer”, escribía Betty Friedan en ‘La mística de la feminidad’.
Baste un ejemplo para dar cuenta de la transformación cultural condensada en algo tan aparentemente banal como un color: durante los años 30, la diseñadora Elsa Schiaparelli se hizo famosa, entre otras cosas, por encumbrar el ‘shocking pink’, una declinación del fucsia que a la creadora surrealista le parecía “poderosa, sugestiva, libre y audaz”. Dos décadas después, Christian Dior tiñe su ‘new look’ de rosa para enfatizar, más si cabe, el retorno a una estética femenina tradicional y conservadora.
La apropiación como confrontación
No es una dinámica novedosa, pero no por eso deja de ser menos efectiva. Así como las minorías afroamericanas se apropiaron de los códigos indumentarios del ‘lujo blanco’ para significar su opresión, o el movimiento ‘queer’ adoptó los insultos y prejuicios hereronormativos para neutralizarlos y desactivar su significado, en los 70, el color rosa, altamente codificado y connotado, se convirtió en símbolo de activismo.
La primera piedra la puso el colectivo LGTB, y con razón: durante la segunda guerra mundial, en los campos de concentración nazis se les marcaba con un triángulo rosa invertido. La apropiación, primero del símbolo, y después del color, para reivindicar sus derechos supuso un efectivo mecanismo de reivindicación.
El movimiento feminista está históricamente asociado con el morado, el color del uniforme sufragista, pero poco a poco manifestaciones culturales como el punk o posteriormente el movimiento Riot Grrl fueron desactivando este imaginario de infantilización femenina y derribando barreras de género vistiendo rosa y desmontando las connotaciones asociadas a lo ‘cursi’. También el mundo del hip hop, que durante los noventa puso de moda el traje rosa para hombres como forma de desmarcarse el estereotipo de elegancia masculina del momento.
“He usado el rosa para generar discusión”, le contaba Miuccia Prada al periodista Alexander Fury tras su colección de otoño de 2015. “Hay elementos que denotan banalidad, como el estampado animal y el rosa”, continuaba. Hasta ese momento, Prada, artífice de una moda que deconstruye los códigos de la feminidad, nunca había usado rosa. Se lo reservaba para otra marca, Miu Miu, en la que tira de estereotipos asociados con lo infantil, lo cursi o lo romántico para darle la vuelta a su significado. Vivienne Westwood, inventora del punk de pasarela, o Rei Kawakubo también han tirado de rosa para hablar de contradicciones y estreotipos.
Lo cierto es que, como comentaba Prada, el rosa genera debate. Ya no es el color de la feminidad reaccionaria pero tampoco totalmente el del activismo empoderador. Hay quien critica los ‘pussy hats’ , esos gorros de color rosa que se popularizaron en las marchas feministas, por trivializar la causa o por simbolizar la discriminación de las personas trans. También hay quien se refiere, de forma despectiva, al colectivo LGTB como “colectivo rosa”, o quien considera que los lazos que apoyan la lucha contra el cáncer de mama banalizan la enfermedad (en realidad esos lazos eran naranja pastel, y fue Estee Lauder quien los popularizó tiñéndolos de rosa, pero ese quizña sea otro debate). Al mismo tiempo, surgen colectivos pacifistas y feministas como Code Pink, mujeres israelíes que protestan contra las políticas bélicas del país vestidas de rosa y las celebridades se visten con trajes fucsias para animar al voto femenino. “Soy una mala feminista porque mi color favorito es el rosa”, escribía Roxanne Gay en su ensayo ‘Mala Feminista’. Si ya es difícil deshacerse de prejuicios culturales, lo es doblemente cuando dichos prejuicios se condensan en algo tan aparentemente tan nimio (y realmente tan poderoso) como un color.